martes, 23 de febrero de 2010

. De campos, glándulas y otros cuentos .

Después de probar durante unos días lo maravilloso de la vida en una gran ciudad, me enfrenté a su contraste absoluto y me perdí en el medio de la nada durante todo el fin de semana.
Si bien me encuentro más entre edificios y tráfico, mentiría si dijera que el campo no me envuelve con su encanto. Aire puro, silencio, paisajes que te roban el corazón… siempre soñé que, en un futuro no muy lejano, ese sería el entorno en el que me gustaría instalarme definitivamente: un lugar más que idílico para dedicarse por completo a escribir, que dicho sea de paso, es mi profesión codiciada. No sé por qué, pero siempre en lugares como ese, la historia parece fluir ante tus mismísimos ojos, aunque la mayor parte del tiempo no pasa absolutamente nada a tu alrededor.
La idea de este viaje era festejar el cumpleaños de mi prima y mejor amiga, pero aún así fue tomado como una excusa para viajar y distenderse de los líos varios a los que uno se somete durante el (comienzo) transcurso de la vida adulta. Olvidarse del trabajo y demás obligaciones es demasiado tentador: dejarse llevar a un lugar donde todo lo que hay alrededor es verde, donde el olor de la lluvia no se pierde entre los olores de los caños de escape y la gente amontonada en los subtes… no. Imposible negarse.
Cerrar los ojos y escuchar sólo el susurro del viento. Ver cómo las liebres cruzan el camino empedrado a toda velocidad. Lechuzas que vuelan de una tranquera a otra, mirándote fijamente. Sentarse en el sillón más cómodo de la casa (una casa propiedad de un escocés, lo que significa que hay cosas británicas en cada rincón de la casa, desde un juego de críquet hasta posavasos con imágenes de Londres…) y concentrarse en la visión del cielo mezclándose con la laguna mientras escuchar una selección de temas de Hopes & Fears es inexplicablemente mágico.

Lo que no es mágico, como siempre, es la inevitable vuelta a la realidad. Siempre estas cosas que llenan el alma tienen un final, a veces abrupto y rápido, otros quizás más pacientes, más postergables, pero finales, después de todo. Así que volví a la ciudad y sus embotellamientos, a mi barrio y sus defectos, a mi novio que me recibió con entusiasmo. Volví a las preocupaciones diarias, entre otras, ver a mi endocrinólogo. Desde hace ya varios años que tengo hipotiroidismo, lo que resultó ser una explicación corta y odiosa de por qué siempre fui la más gorda del curso o por qué siempre fui más perezosa que la demás gente de mi edad.
El último problema que me vienen causando mis glándulas alteradas es la pérdida de pelo. Vivo con miedo a quedarme tan pelada como Vin Diesel. Me lavo la cabeza y me saco mechones enteros de mi pobre pelo, que nunca fue nada en especial y ahora mucho menos.
Así que hoy fui en busca de mi solución a ver a mi doctor (que muchas veces tengo la sensación de que parece más un mecánico que otra cosa), que me renovó la medicación y me mandó (como si no tuviera ya bastante médicos en mi haber) a hacer una consulta con una dermatóloga. ¿Problemas, yo?

Y mañana no tengo más remedio, valga la redundancia, que volver al trabajo, después de casi una semana que hace que no voy. La paz, el relax, la libertad se cortan de una manera brusca y, una vez más, es la realidad la que me envuelve. Los sueños, las cosas que tengo ganas de hacer, quedan en un nuevo stand by mientras me sumerjo en un mundo donde todo eso precisamente parece no existir.