martes, 16 de marzo de 2010

. Sick and tired of my wrong turns .

Hoy me despertó Tom cantando Everybody’s Changing vibrando desde mi Blackberry. Atendí el teléfono completamente dormida y, entre el aturdimiento, traté de sonar lo más coherente que pude mientras me informaban que me llamaban por una entrevista de trabajo.
Otro de los tantos currículums que dejé en el aeropuerto sirvió de algo. No estoy segura qué empresa es, ni de qué es el trabajo, ni estuve lo suficientemente despierta para pedir dato alguno. Ya sé, soy una estúpida. Pero entre la confusión de ser arrancada del sueño y el fruncimiento de ceño que me provocó el hecho de que la entrevista es en Lugano, me olvidé de varias otras cosas.
Nunca en mi vida fui a Lugano y, según lo que cuenta mi papá, la ubicación de la oficina tendría que dar lugar a dudas: sus palabras exactas fueron que “está lleno de faloperos y monoblocks”. Great.
Tengo la capacidad de llegar a cualquier parte siempre y cuando esté dentro de la Capital y figure en mi Guía T. Aunque eso no quiere decir que no sea una miedosa que se vuelve un manojo de nervios si, además de tener que meterse en un lugar desconocido, sabe que es un sitio poco agradable. ¡Por amor de Dios, si ni siquiera puedo caminar tranquila por plena peatonal Lavalle los días de semana cuando anochece!
De todos modos, no estoy en condiciones de desperdiciar ninguna oportunidad. Estoy casi de rodillas, suplicando que el trabajo valga la pena y, que si es así, me vaya bien. Decidí considerar una señal el hecho de que la calle de la oficina se llame Timoteo Gordillo.
Por oooooooootro lado, continúo con mi saga sobre Adrián. Después de haber hablado ayer, de haberme sentido tan bien, de haber disfrutado tanto de nuestra charla, hoy nos mandamos unos cuantos mensajes. Hablamos de cosas varias, pero tarde o temprano es inevitable recaer en el tema de lo que nos está pasando. Estos últimos días dijimos varias veces que tenemos que vernos y hablar con calma y la verdad que cuando me levanté hoy, estaba ansiando ese momento. La verdad que sonreí feliz cuando me mandó un mensaje. No sé si es que lo extraño, si me acostumbré a él, si necesito verlo, si fui tonta para no darme cuenta que sentía lo que tenía que sentir o qué. La cuestión es que me hace feliz que me manden un mensaje y sea él quien lo escribió.
Después de algunas idas y venidas, comentarios triviales y preguntas sobre mi cumpleaños, inducida por uno de sus mensajes, le dije que esta semana podíamos hacernos ese ratito para hablar y buscar la mejor solución para los dos a todo lo que nos está pasando. Como una hora más tarde, me dice que lo había estado pensando y que le parecía mejor que no nos viéramos, que hay cosas que a veces no necesitan palabras, sino acciones, que prefería ahorrarme el verlo mal a él y que yo tuviera que quedarme pensando…
O sea… eso de que las mujeres son vuelteras es una pura estupidez. Los hombres también lo soy. ¡Le estoy diciendo de vernos para hablar, nada más! ¡Ni siquiera está seguro de lo que le voy a decir! ¡Capaz que estoy por decirle que quiero que volvamos y el muy boludo ni me da la oportunidad de decírselo!
De hecho, sí estoy pensando en la posibilidad de volver y es casi un noventa por ciento seguro que eso sea lo que le voy a decir. Pero lo que pensé, después de indignarme un poco por su último mensaje, es que está en todo su derecho a no querer que hablemos más. Después de todo, es él el que salió lastimado y es comprensible que quiera ahorrarse más sufrimiento y que no quiera enfrentarse a la posibilidad de un adiós definitivo. Le di mi opinión (que creía que era mejor que hablemos, para que no nos queden más cosas pendientes y sepamos de una vez por todas donde estamos parados y a dónde vamos a parar), pero le aseguré que iba a respetar su decisión, porque lo que yo quería era su tranquilidad.
Veinte minutos más tarde, me decía que tenía razón y que arreglemos para vernos esta semana.
Y sí, quiero verlo. Quiero plantearle aquellas cosas que me parecen necesarias que sepa, aquellas cosas que quizás yo necesitaría para que una eventual relación entre nosotros llegara a funcionar. Quiero ver qué opina él. Quiero ver cómo me siento teniéndolo al lado, dándole la mano, escuchándolo, viéndolo escucharme.
A esta instancia, con todas estas confusiones, dolores de cabeza, vueltas y demás, no entiendo cómo es posible que la gente se relacione. Cómo es posible que no hayamos decidido ser entes solitarios para evitarnos tantas complicaciones, tantos malentendidos.
La moraleja de esta historia es que mañana tengo que ir a un lugar desconocido y que esta semana me tengo que enfrentar a una situación desconocida. Voy a esforzarme por hacer lo correcto en ambos casos, porque la verdad que ya me cansé de meter la pata, de elegir mal, de confundirme.

Y si no vuelvo a aparecer hay dos probables razones: o no logro encontrar el camino de regreso a mi casa, o bien me secuestra una banda de traficantes de órganos.

Preguntándome en qué me voy a meter ahora,

L.