jueves, 1 de julio de 2010

. Hiding in my tree .

Cuando estoy desempleada tengo un patrón de conducta. Al no tener nada que hacer voy anidando en una rutina cada vez más monótona. Y cualquier cosa que altere esa rutina, por pequeña que sea, me va sacando de quicio.

Un ejemplo sería que me desacostumbro a interactuar socialmente. Esto funciona de la siguiente manera: no trabajo, por lo tanto dejo de conocer personas nuevas; como a su vez me quedo sin sueldo y tengo que recortar gastos cada vez salgo menos; al no poder pagar ni siquiera el boleto del tren, casi no veo a mis amigos – ¡hace meses que no veo a nadie! -; ergo, la única persona que veo regularmente y con la que interactúo es mi mamá, o día por medio con mi papá.
Esta tarde vino mi hermano a buscar unas cosas que necesitaba para trabajar. Como siempre que llega alguien, mis cuatro perros hacen un escándalo de aquellos y, por lo tanto, mi hermosa siesta se vio interrumpida (sí, duermo la siesta, ¿qué se supone que haga durante TODO el día?). Me levanté, me serví algo para merendar y me senté en el comedor. Y entonces lo empecé a notar.

Fastidio. Pero un fastidio profundo. Ruidos a los que me desacostumbré, idas y venidas, cosas que se mueven de lugar. Y una vez que mi hermano se fue, mi papá se sentó a ver la televisión a un volumen insano, algún programa deportivo de esos que son conducidos por personas con menos cerebro que una ameba.
Me encerré en mi pequeño mundo privado, como termino haciendo siempre que algo me molesta. Abrazada a mi BlackBerry como si fuera un salvavidas me puse a chatear (Ema y Cami, no sé qué haría sin ellos), en un mínimo intento de socialización, al menos digital. Pero cuenta. Creo.

Es agotador. No hacer nada conlleva un esfuerzo mental insoportable. Quizás el cuerpo está descansado, pero la cabeza zumba como loca. Por eso cuando tengo una entrevista de trabajo o una salida inesperada me pongo un poco histérica. No sé cómo arrancar. No sé cómo manejarme.
Otro ejemplo. Hace semanas que sé que a las once de la mañana hay un partido y a las tres y media de la tarde hay otro. Ayer y hoy el Mundial tuvo una pausa. Y enloquecí. No sabía que hacer. Di vueltas todo el tiempo. Para colmo esto fue acompañado con el hecho de que TODAS las series que veo ya llegaron a su final de temporada, así que por ese lado tampoco hay con qué tapar los agujeros.
Lo único nuevo que estoy haciendo es ir a clases particulares dos veces por semana. Quizás eso me ayude a despertarme de a poquito. O quizás se haga un milagro en mi vida y sufra algún cambio radical, o encuentre algún camino por el que deambular menos recto, con más zigzag, más impredecible, más divertido.

Lo peor de todo es que si no fuera por el bajón económico, quizás no me molestaría estar escondida en mi propio universo. Saldría más seguido, sí, pero no me agobiaría pensando en que no tengo trabajo, todo me importaría un comino y me quedaría en casa, menos estrangulada, pero en el mismo pequeño pozo en el que estoy ahora.
Supongo que en cierta manera no puedo evitar sentirme cómoda entre mis cosas, segura, mediocremente feliz. Tengo (casi) todo lo que necesito: un estante lleno de libros, una computadora en la que puedo escribir, comida en la cocina y alguien con quien hablar.
Pero, ¿hasta cuando puede un ser humano sobrevivir así, privándose de la vida? ¿Cuánto te podes esconder hasta que los ruidos te alcancen?
O tal vez sea otra irrefutable indirecta de que soy una persona que sirve para estar sola.

Y por ahora no me quejo.

L.-