Hoy tuve que ir a IBM. ¡Chan, chan, chaaaaaan!
Sí, señores, tuve que regresar muy a mi pesar a ese edificio donde tenía mucho miedo de quedarme encerrada y que no me dejaran salir y me obligaran a atender el teléfono.
La cuestión es que el viernes pasado me llamaron para decirme que, de una vez por todas, me iban a pagar lo que me debían. Salté de alegría cuando corté el teléfono y después de que se me pasara la euforia de “¡voy a poder pagar alguna deuda!” me di cuenta de que podía llegar a darse la posibilidad de toparme con Adrián, a.k.a El Indeseable, y empecé a rogarle a las fuerzas cósmicas que ya haya renunciado y no tener que cruzármelo en lo que sería un encuentro terriblemente incómodo y muy, muy, muy poco feliz (para no decir NO FELIZ).
Así que ésta mañana me levanté, después de un sueño en que me decían que mi liquidación contaba de treinta y nueve pesos con noventa y yo empezaba a cagar a puteadas al tipo de recursos humanos, me tomé el café sin el que no puedo vivir en estos días y partí cruzando los dedos a favor de dos pequeñas ilusiones: a) que la liquidación alcanzara al menos trescientos pesos y, b) pasar inadvertida ante los ojos de cualquier empleado conocido de IBM, en especial Adrián, a.k.a. El Pesado.
Tras un lluvioso recorrido por la ciudad, llego a la empresa. Subo al primer piso, tratando de no llamar mucho la atención ni de mirar a alguien que pudiera reconocerme y colgarse a hablarme (o, en otras palabras, joderme) y le digo a la recepcionista que había ido a cobrar. Como la entrada estaba llena a morir de almas a ser próximamente consumidas por el infierno de la compañía, a.k.a. Empleados Nuevos Esperando a Empezar el Training, me pidieron que esperara en el break room. De más está decir que creí que nunca, nunca, nunca, never iba a volver a tener que sentarme en esas mesitas, de ese lugar en particular, que no iba a volver a ver trainers conocidos yendo y viniendo y, todavía PEOR, ver al tarado de Mark, a.k.a. El Accent Trainer, pavoneándose como si fuera de California, cuando es más de Berazategui que otra cosa.
Habré estado ahí unos diez minutos (que se me hicieron diez horas) y después, cuando se desocupó la recepción, me mudé ahí donde no me parecía tan terrible, aunque miraba con cierto pavor la puerta cada vez que se abría. Después de otros diez o quince minutos, viene el gerente de recursos humanos, a.k.a. El Boludo Que No Quería Pagarme, con una pilita de papeles y me hace pasar a uno de los salones desocupados. Pone sobre la mesa los papeles y me indica que me siente; y mientras lo hacía le echo un vistazo al Señor Cheque, ése que estuve esperando con tantas ansias. Segurísima de que miré mal, o de que ése cheque no podía ser mío, o de que mi humilde cheque de treinta y nueve con noventa estaba más abajo, lo miro a él, esperando que me explique.
Y me da ese Señor Cheque, a la suma de mil novecientos un pesos con cuarenta centavos.
Estuve así, así de cerquita de subirme arriba de la mesa y ponerme a bailar la Macarena, principalmente por el hecho de que ésa es casi la suma a la que ascendían mis deudas.
Después del papeleo (firmé todo con la mano temblorosa, lo único que quería era cazar el cheque y salir corriendo a cambiarlo) y algunas formalidades varias, salgo a la calle, agarrando la cartera como si adentro llevara lo más preciado del mundo, a.k.a. Una Entrada a Un Recital de Keane, llamando a mi vieja a toda velocidad que el BlackBerry me permitía, con unas ganas de llorar tremendas porque de repente sentía como si hubiera perdido quince kilos de preocupaciones.
Corrí las seis cuadras hasta el Standard Bank de 9 de Julio como si me hubiesen dicho que estaba Tim Rice-Oxley usando el cajero. Estaba casi sin aire, mirando el numerito que tenía en la mano (B23), intercalado con la pantalla que anunciaba la caja. Vi cómo la chica del otro lado del vidrio me contaba uno por uno los billetes. Me puse impaciente porque quería meterlos en mi billetera. Aproveché para dejar ir en un sobre de un cajero novecientos pesos en concepto de tarjeta de crédito. Salí de ahí, caminando feliz bajo la lluvia y crucé hasta Sarmiento para tomar la combi de vuelta.
Cuando llegué a casa, mamá me esperaba con una pizza casera y panqueques de postre. Dormí una siesta tardía. Dormí libre de preocupaciones, como no había dormido en los últimos dos meses o más.
Me desperté feliz a jugar con Alaska.
Llevo años diciéndolo, pero cada vez lo creo más y más fervientemente. Los días de lluvia tengo muy buena suerte.
Quizás por eso empiece a necesitar que llueva más seguido. Y no pienso usar paraguas.
L.-
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