Ayer pasaron varias cosas, pero hacia el final del día estaba tan trastornada que ni siquiera pude escribir un mero posteo de blog.
Me levanté dificultosamente, sabiendo que me quedaban sólo horas de maravillosa soledad e independencia. Quería remolonear en la cama, dormir otro poquito. Pero, en vez de eso, les hice caso a los cuatro perros enloquecidos que rogaban que me separara de la almohada y me levanté. Los dejé salir al soleado jardín y, ya libre de sus aullidos de desesperación, me hice un café para tratar de despertarme.
Tenía una pequeña lista de cosas por cumplir, entre ellas dejar la casa absolutamente presentable para el momento en que mis señores padres retornaran de sus vacaciones, en un maduro intento de demostrarles lo organizada y autosuficiente que soy y, por otro lado, también ir al aeropuerto. El domingo a la mañana vi un anuncio en el diario sobre un puesto de trabajo y, deseando como deseo poder trabajar ahí, lo marqué con una X bien grande y me dije a mí misma que no podía perderme ésta oportunidad.
Así que terminé mi café (admito que me costó bastante no dejarme distraer por el MSN. Esto de tener un Blackberry es una maravillosa perdición) y empecé con la tediosa tarea de limpiar la casa. Imaginen mi histeria cuando advertí que mis dos pequeños pekineses estaban cubiertos de barro y me dejaban marcas de patitas por todas partes. Eso significó tener que empezar de cero.
Hacia el mediodía, ya con la mitad de la casa limpia y perfecta, me di una ducha rápida y me vestí para poder salir. Pasando por la ventana del living, me pareció que el cartero dejaba algo de correspondencia, por lo que agarré las llaves y salí al jardín para buscarla, y de paso meter a los perros y ya dejarlos adentro para irme.
Sophie, la perra callejera de ojos saltones que en realidad nadie puede estar seguro de que sea un perro, porque parece una mezcla de suricata y lémur, estaba tranquilamente recostada en las escalinatas de entrada a la casa. Un par de facturas habían quedado enganchadas de las rejas. Pero eso no era todo. En el escalón detrás de Sophie había un bulto negro y, extrañada, preguntándome qué quilombo habían hecho los perros ahora, me arrimé.
Entonces vi las orejitas largas. Suaves y sedosas orejitas de conejo. El problema, en realidad, fue el cuerpo, ya todo destrozado, hecho un menjunje de pelusita negra y sangre.
Volví a entrar por el garage, diciéndome a mí misma que me quedara tranquila, que estaba todo bien, pero hiperventilando al mismo tiempo. Casi con convulsiones, llamé llorando a mi mamá, que no logró entender lo que pasaba hasta que se lo conté por tercera vez. Pegué un grito de aquellos cuando me dijo que iba a tener que agarrar una bolsa y juntarlo y, mientras sentía que me subían las arcadas, terminó diciéndome que lo tapara con un trapo de piso y lo dejara ahí, que ella lo iba a limpiar cuando llegara.
Estuve muy cerca de ponerme el pijama de nuevo y meterme en la cama, pero quedarme en casa en cercanía del conejito reventado me parecía tan terrible como tener que cruzar el jardín para salir a la calle. Tras unos minutos de lucha interna, me calcé mis sandalias y salí, con las piernas temblando como gelatina y sin poder pensar en otra cosa que en ese pobre bichito escondido debajo del trapo gris.
Ése tiene que haber constituido el peor viaje en colectivo de la historia, incluyendo el 15 desde Vicente López a Caballito, que me tuve que bajar con Camila a mitad de camino en el barrio Chino porque me bajó la presión y me quedé medio ciega, y el del 318 al Puente La Noria el otro día, para mi entrevista en Lugano. Tuve ganas de vomitar durante todo el viaje, el estómago revuelto y las piernas temblorosas no me dejaban pensar en otra cosa y, para todo esto, la entrevista ya me importaba un pito. Cerré los ojos, me calé los auriculares y traté de dejar que la voz de Tom me diera un poco de paz. Hasta Looking Back me pareció maravillosa en ese instante (hablando en serio, ¿qué carajo les pasaba por la cabeza cuando hicieron ese tema? O mejor dicho, ¿qué les pasaba por la cabeza cuando decidieron hacer colaboraciones con K’naan?).
Para cuando llegué al aeropuerto, la vista de los aviones desde la ruta, el piano de Tim en mis oídos y los buenos recuerdos que fluyen constantemente en ese lugar, habían logrado que mis piernas recobraran la firmeza, así que me propuse preocuparme por lo laboral en ese momento y dejar lo del conejo para más adelante.
La entrevista, según creo yo, fue muy buena. Me veo con bastantes posibilidades, es un trabajo que conozco, que no me resulta difícil, y las condiciones de contratación son realmente buenas. Me siento bastante optimista al respecto y salí de ahí sintiéndome muchísimo mejor y ya con la ansiedad de que mi teléfono suene pronto para tener noticias al respecto.
Y todo se me fue al carajo cuando llegué a casa y encontré las tripas del conejo en la bajada del auto.
Vale aclarar que cuando llegaron mis padres, cerca de las siete de la tarde, estaba blanca como un papel. Como la nieve que cubre los campos de Battle en invierno. Como un helado de crema americana. Como el relleno de un cheese cake. Como la remera que tenía puesta Tim Rice-Oxley el día que finalmente pude abrazarlo.
La verdad disfruté de mis diez días de soledad. Disfruté todo. Pero cuando vi que llegaba mi mamá casi me pongo a llorar de alivio: si se hubiese quedado un día más hubiese tenido que juntar al conejito reventado con una pala y meterlo en una bolsa de consorcio.
Que buen final de vacaciones, ¿eh?
L.
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